En la jerga política generalizada los llamados barones autonómicos eran –aún quedan algunos— dirigentes que ocupaban la presidencia de la comunidad, lideraban en ella el partido político en todas sus instancias, decidían sobre el número y la identidad del personal de confianza y asesores que se incorporaban a la administración autonómica, establecían un placaje absoluto sobre los medios de comunicación comunitarios con independencia de su audiencia, rentabilidad y cumplimiento del objetivo de servicio público, repartían las frecuencias de la Televisión Digital Terrestre (TDT) y de la radio digital en función de criterios de afinidad, manejaban a su libre albedrío la publicidad institucional y, finalmente, y entre otras muchas facultades menores, utilizaban las Cajas de Ahorro de su territorio con criterios patrimoniales.
Estos barones llegaron a condicionar de manera casi total la vida interna de los partidos –fuera éste el PSOE o el PP— porque la Administración General del Estado, es decir, el Gobierno y los órganos centrales, se han ido desapoderando de competencias en favor de las Comunidades Autónomas, incluidas las correspondiente a materias tan estratégicas como la Sanidad, Educación, medios de comunicación públicos, infraestructuras y, en varios casos, la Policía. Hasta tal punto que son las autonomías y no el Estado las que disponen de más de 50% del gasto público utilizando para ello enormes estructuras político-administrativas que replican la estatal: Gobierno con su correspondiente funcionariado, asambleas legislativas, órganos consultivos y de fiscalización, agencias, empresas públicas, fundaciones…y un largo etcétera de aparataje que absorbe una cantidad ingente de recursos.
El fracaso de la Conferencia de Presidentes
Los intentos por controlar a los barones desde sus propios partidos –no todos iguales, desde luego, ni titulares todos ellos de las mismas virtudes y capacidades— han tenido desigual éxito y, en todo caso, han exigido estrategias de compensación (ministerios, vicepresidencias, presidencia del Congreso, cargos financieros y/o empresariales) y de persuasión pausadas y pesadas. La iniciativa del presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, de agruparlos, solidarizarlos y pastorearlos en la llamada “Conferencia de Presidentes” se ha saldado con un clamoroso fracaso, no sólo porque los presidentes autonómicos del PP no han secundado la idea del Jefe del Ejecutivo, sino porque sus propios barones han mostrado una insuperable reticencia a diluirse en una agrupación homogeneizadora con sus colegas de distintas comunidades.
Además, los barones marcan sus presencias y sus ausencias con una prepotencia llamativa: acuden o no a la celebración parlamentaria del aniversario de la Constitución sin explicación o excusa; asisten o no a los actos de la Fiesta Nacional presidida por el Rey en función de criterios muchas veces caprichosos, de mera oportunidad, y pasan olímpicamente de la Comisión General de Comunidades Autónomas del Senado ante la que prácticamente no comparecen. Por si fuera poco, el aforamiento en sus respectivos Tribunales Superiores de Justicia les ofrece un reforzamiento adicional que eleva su superioridad política y social a unos niveles inconsecuentes. El resultado de este feudalismo político de los barones –proyección moderna del sistema de gobierno de la nobleza feudal en la Edad Media— ha llevado en muy buena medida a una brutal crisis en las finanzas del Estado por la multiplicación de estructuras de gobierno y legislación y ha conducido a que la sociedad española conviva en compartimentos estancos de tal manera que las prestaciones sanitarias, educativas, de seguridad, sociales y de otra naturaleza sean distintas en unas comunidades y en otras. Y lo que es más grave: que el Estado carezca de instrumentos globales, obligatorios, imperativos para lograr objetivos comunes. A esta situación han llevado las baronías que, con una frivolidad despótica, han gastado y hecho gastar lo que el país no tenía.
La Cajas: islas financieras autonómicas
Pero la fiesta ha terminado porque esas “islas financieras autonómicas” (expresión de Juan Ramón Quintás, ex presidente de la CECA) que son las Cajas de Ahorro sobre las que los presidentes autonómicos ejercían la tutela, imponían en muchos casos a sus presidentes, conformaban el consejo de manera clientelar repartiendo vocalías entre sindicatos y partidos, instaban a la financiación de ocurrencias tales como Terra Mítica (Valencia) o un aeropuerto privado (Ciudad Real) y colocaban a cesantes –unas veces competentes y otras no tanto— en cargos bien retribuidos, han entrado en un crisis irreversible que llevará a que salgan de la órbita política para entrar en una bancarización profesionalizada.
Se instaba a la financiación de ocurrencias tales como Terra Mítica o un aeropuerto privado
En este momento se están produciendo hasta once operaciones de fusión o de integración en SIP, algunas de ellas entre Cajas de distintas comunidades que debilitan las facultades de control de los presidentes autonómicos (es el caso de Madrid y Valencia con Caja Madrid y Bancaja) y existe un acuerdo básico entre el PSOE y el PP para reformular por completo –en el contexto de la reforma financiera—la normativa de las Cajas. Dos han sido intervenidas (Caja Castilla-La Mancha y CajaSur), otras, engullidas en fusiones, y muchas diluidas en Sistema Institucionales de Protección que concluirán en concentraciones puras y duras. Por su parte,tanto Rato, presidente de Caja Madrid, como Olivas, de Bancaja, han reclamado la conversión de estas entidades en sociedades anónimas al estilo de la reforma italiana, dejando las leyes autonómicas que las regulan poco menos que en papel mojado. El brazo financiero de las baronías autonómicas se ha acabado después de que bajo su control político, aliado con la dejadez del Banco de España, constituyan, hoy por hoy, el cáncer del sistema financiero español, recojan en sus balances el más impensable cúmulo de riesgos y hayan perdido solvencia a una velocidad vertiginosa.
Medios de comunicación y coches oficiales
Pronto podría acabarse otro de los símbolos de su poder: los medios públicos autonómicos de comunicación. Esto se debe porque a fecha de hoy el coste de las televisiones autonómicas es, nada menos, que de 1.860 millones de euros, la mayoría con fuertes pérdidas, escasas audiencias (fenómeno que se pronunciará en la medida en que se afiance la fragmentación de audiencias que propicia la TDT), programaciones comerciales e informativos fuertemente condicionados por los Gobiernos autonómicos. Y más: se impone la reducción de expresiones de poder hortera y abusivo como son los coches oficiales (la flota autonómica se calcula en más de 1.200 vehículos con sus correspondientes conductores), y la inflación de consejerías, viceconsejerías y secretarías generales y cargos ornamentales pero retribuidos y la abundancia de legaciones autonómicas en el exterior, habitualmente en edificios representativos y con generosa dotación de personal, así como los viajes caprichosos que generan gastos de representación y dietas.
Toda esta locura ha de terminar ahora que la Unión Europea ha pedido que el recorte del déficit para 2011 sea de 0,75% más del previsto y que esa exigencia deban asumirla las Comunidades Autónomas, privadas ya de su instrumento financiero –las Cajas—y con la opinión pública francamente hostil a toda esta inútil y provinciana ostentación de poder y prevalencia.
La Constitución quiso distinguir entre nacionalidades y regiones para resolver la llamada cuestión territorial. Se trataba de una formulación asimétrica que preveía una descentralización para las regiones y un amplio autogobierno político para las nacionalidades. El “café para todos”, la carrera generalizada por emular y epatar al vecino, la auto-atribución de hechos diferenciales arbitrarios, las “deudas históricas” fabuladas en detrimento del interés común y la imposición de la parte al todo, nos han llevado a una estructura del Estado insostenible y nos ha retrotraído al feudalismo medieval bajo la batuta de algunos barones que han practicado el despotismo. Si la crisis ayuda a rectificar este desafuero, algo habríamos sacado en limpio.